
Leonardo, Leo para los amigos, se despertó el domingo muy de mañana. En su cabeza aún vivían los recuerdos de la noche. Fue una velada larga, que culminó en el cuarto de aquel motel a las afueras de San Cristóbal de las Casas. La orquesta sinfónica de San Petersburgo tocaba el concierto de Brandenburgo, los violines llenaban el ambiente de calidez, pero en la mente de Leo las cosas no estaban tan cálidas.
En el cuarto de baño Enriqueta se daba una ducha y se le oía tararear una canción de amor que se perdía con el ruido del agua al caer.
Se habían conocido hacía más de un año. Fue en una presentación de un libro en el Centro Cultural Jaime Sabines. El encuentro fue de lo más casual. Sin embargo los misterios que encierra el destino los había juntado, al descubrirse amantes de las mismas cosas: los libros, el canto, el ballet, el ajedrez, etc.
Había un acuerdo tácito entre ambos que daba forma a esa relación; no hablar de amor, no pensar en el futuro, no esperar más de lo que tenían; y, lo que tenían era quererse los días en que Julio salía de viaje.
Leo era maestro de ballet desde hacía diez años. Preparado en los más prestigiosos colegios del país se sentía capacitado para competir con los grandes. Pero el destino lo había confinado al trabajo casi gratuito. Desde hacía cuatro años colaboraba con el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes impartiendo clases prácticamente sin cobrar.
Julio, el esposo de Enriqueta, era un hombre empecinado en cultivar a su esposa para ello procuraba inscribirla en cursos de literatura, de baile clásico y otros. El dinero no era obstáculo en absoluto, Julio tenía una empresa que le permitía vivir bien. Pero para su sorpresa Enriqueta prefería asistir a los cursos gratuitos del Jaime Sabines.