miércoles, 7 de enero de 2009

El obsequio


Dedicado a esas personitas
que incansablemente soportan
a clientes como yo.

Cuando tengo que regalar algo, invariablemente me pierdo en tres premisas: la primera, que sea barato; la segunda, que sea bueno; la tercera, que sea bonito. Así que hace algunos días tuve que lidiar con esas tres razones. El evento: una boda de una amiga. Me despertaba a la una de la mañana atormentado por el pensamiento de no poder dar con un obsequio que reuniera las tres famosas “b”.

Cuestioné a algunos conocidos sobre que regalarle a alguien que se casa. Recibí múltiples sugerencias que iban desde un par de toallas “El y Ella” hasta un par de anillos.

Cuando se acercaba la fecha fatal y declarándome incapaz de encontrar algo idóneo decidí preguntarle a la susodicha:

-Lo que tú quieras, lo importante es tu presencia.

Respuesta que me pareció bastante diplomática, pero que no lograba resolver el asunto.

-No, dime que te gustaría recibir, -insistí.

-Mmm, quizá un auto.

Ella sabía que eso estaba fuera de mi alcance, pero entendí el mensaje: ¿Para qué preguntas si no me vas a dar lo que te pida?

No puedo negar que ella me atrae fuertemente. Así que medio en broma medio en serio, le dije:

-De alguna forma me gustaría estar presente en la intimidad contigo. Descubrir tus ganas, cubrirte del frío invierno que tenemos en Tuxtla. Así que no encuentro otra forma que regalarte unos calzones.

-Ah, eso me parece bien, dijo sin el menor atisbo de dudas.

Así que ahí me tienen buscando una prenda en una de las muchas tiendas de lencería. Las chicas que atienden esa clase de negocios, al menos las que yo visité, se mostraron muy amables.

-¿Busca algo en especial?, preguntaban.

¡Y claro que buscaba algo verdaderamente especial!

Cuando por fin di con algo adecuado, una tanguita de fino encaje, descubrí con estupor que me faltaba lo más importante: saber las medidas. Pero estoy acostumbrado a sortear veredas inexpugnables, así que, tomando un pequeño impulso, como tigre a su presa. Me apoderé de las caderas de la empleada, que asustada y sin tiempo de reaccionar, esbozaba una sonrisa forzadísima.

Después de mil disculpas, todavía jadeante, dije: “son justas como las de usted”.

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