jueves, 13 de noviembre de 2008

Adolescencia




Cuando aquella chica gordita, de ojos grandes, un poco pecosita. Se acercó para decirme: “estoy enamorada de ti”.

Me sentí indignado. Yo que me creía un dios no podía mezclarme con seres tan poco dotados de belleza. Corrían los años ochentas y era estudiante de secundaria, en plena adolescencia, no quería reconocer que realmente tenía un miedo terrible a tener una relación amorosa.

Ella después de declararse salió corriendo, esperando que yo la siguiera, pero me quedé filosofando, pensando en lo débil que es la carne. Creyendo que era dueño de este mundo y del otro. Esto pasó un viernes.

El problema fue el lunes. Ella empezó a contar entre sus amigas que yo era mampo. Las risitas de las niñas cuando pasaba cerca de ellas me ponían sumamente nervioso, que ocultaba endureciendo el rostro, dando un mensaje que decía: “yo soy adulto y ustedes una niñas”.

En vista de que yo no hacía nada por acercármele, ella se hizo novia de Manuel, mi mejor amigo. Para desgracia mía él me contaba todo lo que hacían juntos. Por dentro me moría de envidia. Pero al exterior decía no importarme, lo que yo quería era ser sacerdote, llevar una vida de celibato.

Así transcurrió mi primer año en la escuela secundaria del estado.

Para el segundo año ya no podía ocultar “mis ganas”, pero ya estaba etiquetado como homosexual. Las chicas me miraban como una amiga y no como un prospecto a novio.

A pesar de mis lecturas que me hacían creerme superior, tuve que confesarme incapaz de hallar una solución, así que decidí consultarlo con la trabajadora social, que era una psicóloga, muy guapa por cierto.

-Vamos a ver Samayoa, como está el asunto que planteas.

Le conté de pe a pa de mis sentimientos.

Ya por ese tiempo me daba por escribir poemas, así que dedicaba muchos de mis escritos a la maestra Rosa, que era el nombre de la psicóloga. Hasta que un día decidí enseñárselos y con voz firme se los leí uno a uno hasta terminarlos todos. Ella quedó sorprendida. Sólo alcanzó a decir “déjamelos los quiero leer con calma”.

Desde ese día sentí que se estableció un vínculo muy grande entre ella y yo. Me contaba de sus problemas con su marido, de la poca atención que este le brindaba, de la falta de cariño y cuando lo decía se inclinaba hacía adelante descubriendo el nacimiento de los senos, me tomaba de las manos y las frotaba, me jalaba hacia su pecho:

-Siente mi corazón como sufre cuando te cuento esto.

La maestra Rosa tenía treinta años y yo catorce, pero eso no fue obstáculo para que yo la amara una y otra vez, sobre todo los fines de semana, cuando su esposo no estaba en casa.

Descubrí el amor entre sus piernas y de sus labios escuché las palabras que me hicieron un engreído.

Todo se me viene a la memoria, cuando escucho en la tele una noticia en la que un chico de secundaria acusó a su maestra de acoso sexual. Pienso que realmente no fue él. Sino sus padres. Él estaría feliz disfrutando de sus enseñanzas.

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