martes, 2 de septiembre de 2008

Un día, un fotógrafo


Recuerdo que una vez quise ser fotógrafo, pero con mi pobreza a cuestas no me alcazaba ni para comprar una cámara; así que no me quedó más que recurrir a los parientes pudientes. Al primero que le pedí un préstamo fue al tío Horacio. Él me explicó que la situación del México de los ochenta lo estaba asfixiando tanto que estaba pesando seriamente en no hacer el viaje de verano a Europa. Este argumento me conmovió de tal manera que decidí ofrecerle mi ayuda. "Lo tendré en cuenta", dijo. Y se alejó apresuradamente.

Fui a la casa de mi tío Carlos. Por aquellos años vivía en la colonia Las Palmas, cuando todavía habitar esa zona de la ciudad formaba parte de cierta elite. Me recibió de la mejor manera, preguntó por su hermana Cielo, o sea mi mamá. Le expliqué de mi interés en el arte y de como la fotografía podía ser un medio para cambiar ciertos paradigmas que atan al mexicano común. A través de gráficos podemos hacer, por ejemplo, que el mundo aprenda a respetar a los animales, especialmente a los perros. Esto último lo dije sabedor del gran aprecio que mi tío tenía por ellos. "No puedo ayudarte económicamente -concluyó-, pero lo que sí puedo hacer es prestarte mi cámara Minolta, pero ya sabes cuánto cariño le tengo, así que te la encargo muchísimo".

Desde luego, salí con la cámara y dispuesto a captar la mejor imagen del mundo.

Por aquellos días se celebra un aniversario más de la revolución mexicana y para ello el gobierno disponía que los escolares desfilaran por las calles de Tuxtla. Pensando en esto, sentí que era el mejor momento para captar el colorido de la fiesta nacional. Así que busqué el mejor lugar. Un entarimado en el parque central, dispuesto a albergar a los espectadores, me pareció el lugar idóneo.

Eran las doce del día cuando desfilaba la escuela de enfermería; bellas chicas, haciendo piruetas que enseñan sus fuertes muslos. Yo que siempre he sido un hombre temperamental me emocioné tanto que olvidé que estaba a diez metros del suelo y cuando lo recordé ya rodaba dando tumbos que golpeaban a mi preciosa cámara. Cuando por fin terminé de caer la cámara estaba hecha añicos.

Después de eso no volví a ver al tío Carlos y yo abandoné la fotografía.

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