miércoles, 6 de agosto de 2008

¡Fuera máscaras!



El instructor del gimnasio se me acerca, con un gesto que pretende suavizar lo que tiene que decirme:

-Recibí una queja de una compañera, dice que apestas, deben ser los guantes lo mismo me pasó a mí, por eso ya no los uso-, agrega enseguida.

Son de esos comentarios que no te lo esperas, sobre todo cuando hueles a rosas o por lo menos así lo piensas.

Con el rostro descompuesto y montado en cólera le pido me dé el nombre de tal persona. Me acerco a él y le ordeno:

-¡Sienta, siéntalo! ¿Apesto, eh?

-No, no, nada más te digo porque me hicieron ese comentario.

Sigo con mi rutina de pesas, haciendo un recuento mental en busca de la culpable. Al terminar la segunda serie de press para pecho, doy en el blanco, ya sé quien es. Ella es una chica flacucha-nariz-de-ganso-pechos-caídos. Justo cuando la veo llegar. Me cae mal. La miro en forma retadora. Me ignora olímpicamente.

Transcurre una semana cavilando mil cosas para vengarme.

-¡Auxilio, ayúdeme por favor!, grita desesperada la flacucha-nariz-de-ganso-pechos-caídos, cuando se le cae una barra y amenaza con destrozarle la espalda. No le ayudo. Dejo que se hunda más y más. Internamente sonrío, el cielo se acordó de mí, pienso.

Mi queridísima amiga Martha acude al rescate y le ayuda a estabilizar el peso. Martha es una linda persona, cabello rizado, ojos verdes, un vientre liso, pero sobre todo un gran carácter; la adoro.

Ambrosio; el instructor del gimnasio, vigila mi rutina y en un momento de sinceridad dice:

-Te voy a decir quien me dijo que apestabas, pero no se lo vayas a reclamar.

-Ya sé quien fue, le contesto.

-¿De veras?, ¿cómo lo averiguaste? A mi me extrañó mucho, con lo bien que se llevan, Martha y tú parecen grandes amigos, además…

Ya no escucho lo demás, mi mente se cierra en un estupor que me deja petrificado.

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