lunes, 10 de septiembre de 2007

Niños de la calle

Minicuento

¡No quiero dormir! Me escucho decir, gritar más bien. El silencio responde con silencio. Es la media noche, quizás no pueda ver la luz del sol nuevamente, si ella estuviera aquí… ¡Mamá, mamá! ¿Voy a morirme? No, no puede ser. Los hijos enterrarán a sus padres, el orden tiene que ser respetado. ¡Háblame más fuerte, por favor!

No sé que pasó, un día desperté en otro lugar, ya no escuchaba el canto de los pajaritos ni sentía el aire fresco que cala los huesos. Ahora una quemazón interna se apoderaba de mí. Éramos como diez niños; tumbados todos en el piso de aquel cuarto maloliente, que desprendía costras de sus paredes ya viejas. Don Julián se apareció de pronto, muy temprano, nos dijo cuáles eran nuestras tareas. Yo iría con Pedro, él ya conocía el negocio, podría enseñarme las actividades.

Lo primero fue sortear una serie de monstruos metálicos que no conocía. Llegamos a un arroyo muy hermoso; salían borbotones de agua, tomamos la necesaria y nos dispusimos a trabajar, bueno en realidad fue Pedro, en ese entonces no sabía cómo trabajar.
Algo que me extrañó muchísimo fue la comida, no era como en el pueblo, tan solo una bolsita llena de no sé, que al inhalarlo se sentía el estómago lleno y la cabeza muy feliz.

—Mira compadre, otro de esos cabrones malvivientes.

—Sí, pues. Al parecer acaba de morir. Se murió pero con su bolsita de cemento hasta el final; era joven aún, quizás tenía nueve años, comenta el otro policía.

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