martes, 3 de febrero de 2009

¡A volar!


-¡Moriremos, todos vamos a morir! Se escuchan las voces desesperadas de todos los pasajeros del vuelo 302 de Aeroexpress.

Son exactamente las 15:30 horas del día martes 13 de enero de 2008. El avión sigue su caída irremediablemente. La capitana de la tripulación, mujer con mucha experiencia, intenta por todos los medios a su alcance someter a su control al aparato que se desploma como ave herida. Las medidas de seguridad, todas sin excepción, son acatadas al pie de la letra.

Llevan dos minutos cayendo, pero para ellos ha sido un siglo de angustia.

Entonces ella, en una fracción de milisegundos, piensa que lo mejor es hablarles a los pasajeros, tranquilizarlos:

-¡Señores, señoras, niños, niñas! ¡Todos dejen de temer ahora! debemos orar, calmarnos, que todo saldrá bien. Vamos a acuatizar en el lago de La Concordia. Su voz es firme y convincente, con cierto olor a miel recién sacada de la colmena, como a pan calientito, sus palabras se tornan en bálsamo que atempera los nervios de todos los pasajeros.

El tiempo literalmente vuela y ya han caído 30 segundos más.


La nave sigue cayendo cuando yo me acerco y le digo a la capitana:

-Ya hija, deja de jugar con tus avioncitos que se caen, que tienes que ir a la escuela.

Ella, contrariada, lanza lejos de si el juguete y se hace pedazos sin llegar a tocar nunca una especie de lago dibujado en el piso.

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